sábado, 27 de junio de 2015

Una muestra de Sophie Calle en el Centro Cultural Kirchner

Pinturas, esculturas, dibujos, instalaciones, obras de arte textil y videos realizados por más de 50 artistas de distintas provincias se exhiben en cinco salas del Centro Cultural Kirchner, inaugurado hace un mes con una muestra de la francesa Sophie Calle
por Julio Sanchez
Interfaces, una antología posible es el puntapié inicial de la programación local del Centro Cultural Kirchner. Surgido para estimular el intercambio entre las provincias, el proyecto Interfaces es una iniciativa de la Dirección de Artes Visuales del Ministerio de Cultura de la Nación, dirigida por Andrés Duprat, con aportes del Fondo Nacional de las Artes. En la última década se presentaron 37 exposiciones en 25 ciudades, con 24 curadores y más de 170 artistas; Duprat les encomendó a Fernando Farina, Florencia Battiti y Leila Tschopp que organizaran esta "antología posible". El resultado es un heterogéneo panorama de 52 artistas cuyas obras se distribuyen en cinco salas del sexto piso del monumental centro, inaugurado hace un mes con obra de la francesa Sophie Calle.
Superado el impacto arquitectónico que provoca el ex Palacio de Correos, se puede disfrutar de una producción pensada, seria y de alta calidad. ¿Por qué pasa esto en el interior del país? A riesgo de caer en una visión romanticista, se puede creer que los oropeles del mercado y de la vacua celebridad porteña no son un aliciente para estos artistas y que, por lo tanto, el compromiso con el arte resulta más visceral y sin especulaciones.
Las antologías generan el desafío de detectar tendencias, poéticas, estéticas o incluso nuevos soportes. Además de videos (Sebastián Díaz Morales y otros) y pinturas (Fermín Eguía y otros) hay mayoría de objetos e instalaciones, mientras que el arte textil gana terreno de igual forma que los efímeros dibujos sobre pared.
La randa es un delicado tejido de encaje que los tucumanos tratan de salvar redireccionándola, ya que pocos hogares usan la "carpetita" para apoyar adornos; así es como Carlota Beltrame encargó esta tradicional artesanía a randeras que bordaron el rostro del Che, el de Evita, siglas guerrilleras como ERP y FAL, la hoz y el martillo y algunas consignas de Juan Domingo Perón. Bajo el título La utopía, esta serie parece rescatar de la extinción tanto la randa como esas ideologías.
También recurren al textil la misionera Mónica Millán -con Anotaciones, un collage de telas bordadas y cargadas de memoria que viene recolectando desde 1982-, y Julia Acosta, de Paraná, que recorta pedazos de telas multicolor para crear dos volcanes gemelos de lava violeta -uno que explota hacia arriba y otro hacia abajo-, una tormenta que no llega y montañas que hablan con globitos de historieta. Y hay más en los seis suéteresque tejió la sanjuanina Claudia Pérez De Sanctis, con larguísimas mangas que se entrecruzan en una ronda de inmóviles maniquíes.
La violencia latente se hace presente en los tres cuchillos grabados por la bahiense Elena Warnes con las palabras "yugular", "pulmón" y "corazón", dolorosa metáfora de los tiempos violentos que vivimos los argentinos ahora y siempre. El retrato del Che (la foto famosa de Korda graficada por Jim Fitzpatrick) fue reconstruido con tapitas plásticas de Coca-Cola por el mendocino Edgar Murillo; una síntesis acertada que alude a la dificultad de sostener una ideología de izquierda en un sistema capitalista sin caer en la contradicción.
Desde Tucumán, Natalia Lipovetzky apostó a una carbonilla sobre el muro: un enorme lobo salvaje acecha a un conejo apenas insinuado que bien podría mimetizarse en la nieve o evocar la insuperable liebre de Alberto Durero; también Viviana Blanco, de Bariloche, utilizó el muro para un dibujo efímero.
Un tierno homenaje a los carteros hace el tucumano Sandro Pereira con una pequeña escultura (¿autorretrato?) que parece proyectar una sombra sobre la pared conformada por miles de palabras que dicen "gracias". El ejercicio de escribir palabras reiteradas veces como si fuera un mantra evoca una obra del conceptualista estadounidense John Baldessari, No voy a hacer más arte aburrido, o la de su compatriota Tom Friedman, que escribió con una lapicera su propio nombre y apellido en espiral circular de afuera hacia adentro hasta que se terminó la tinta sin poder llegar al centro (hábil metáfora de la desaparición del yo).
El misionero Mauro Koliva creó una instalación de objetos de apariencia orgánica, coloridos y brillantes como alebrijes, esa multicolor artesanía mexicana. Hay intenso contrapunto entre el minimalismo del neuquino Ariel Mora y el barroquismo de la santafesina Rosana Storti. El primero quiere llegar al grado cero del objeto con una escultura casi invisible constituida por cuatro delgadísimas cuerdas que arrancan en el piso y culminan en un cuadrado en el cielo raso; apenas se puede ver con el flash de una cámara, dado que fue construida con un fina cinta refractante. En el otro extremo está Storti con una curiosa instalación al mejor estilo Hirschhorn, es decir, una acumulación de objetos sin aparente sentido. Simulacro de una partida, sin embargo, parece estar diagramada con mucho orden pues los objetos múltiples se suman en una espiral cuadrada desde el centro hacia afuera, y en un perímetro rectangular con dos entradas estrechas. El exceso de objetos cotidianos, sobre todo aquellos que se guardan a pesar de su obsolescencia tecnológica (diapositivas, casetes y VHS) o falta de uso, podría provocar un agobio sin fin. Este formato de acumulación corre el mismo riesgo que otrora el action painting de Jackson Pollock: es tan fácil hacerlo que fácilmente puede perder sentido.
Los anillos de Saturno parecen desplazarse en el espacio acompañados de varitas mágicas dejadas al olvido por varios magos en la instalación del marplatense Daniel Joglar, de una sutileza inigualable. Una catástrofe de dimensiones domésticas ocurre con la estantería que se quiebra y deja caer una lata de Nesquik sobre el estante inferior, que también está a punto de sucumbir por el peso del cacao; éste es el drama creado por el platense Nicanor Aráoz.
Desde Corrientes, Lucas Vera desafía las categorías tradicionales con sus tallas en madera de la Virgen de Itatí, el Gauchito Gil y tres crucifijos. ¿Es arte, es artesanía o simplemente imagen devocional? La duda se acentúa al comprobar que apenas altera la iconografía sagrada. El arte se entiende siempre desde su gran continente que es la historia del arte, revisitada una y otra vez, tal como lo hace el chaqueño Diego Figueroa con su figura realizada con cinta de embalar color carne. Un muchacho de pelo revuelto, vestido apenas con un short y calzado con mugrientas zapatillas de tela. La figura desplaza su cadera a un lado, lleva una bolsa de naranjas en una mano y levanta la otra para llevarse una naranja a la boca en una posición semejante a la del David tallado por Miguel Ángel.
El recorrido termina con dos correntinos: en una performance fotográfica, Leo Almada convirtió a la multifacética Mati Obregón en una singular sirena del acuífero guaraní, una ninfa voluptuosa que nada entre los juncos de los esteros. Más obras completan un panorama optimista en la producción federal, tanto o más vigorosa que la porteña.
Interfaces. Una antología posible en el Centro Cultural Kirchner (Sarmiento 151), hasta el 15 de agosto

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