viernes, 15 de febrero de 2013

ART DÉCO

Belle Époque tardía

Art Déco en la era de la fantasía

Mientras el gran sismo de la Primera Guerra Mundial sacudía Europa, Buenos Aires era la capital boyante de un país que continuaba su desbocada carrera de progreso e ilusión, balanceándose entre gobiernos democráticos y autoritarios. En esa singular coyuntura nace una arquitectura soberbia que forma parte del patrimonio porteño

La Primera Guerra Mundial, que para Europa significó un gran sismo, para la Argentina no fue más que un sacudón que permitió abrir las puertas a una nueva modernidad. Y Buenos Aires, obsesionada por el progreso, presentaba óptimas condiciones para absorberla por todos los medios. Esta aptitud ecléctica y desprejuiciada hizo que la vida en Buenos Aires ya se asomara a la posmodernidad.
Las verdades, los gobiernos, las artes, los escenarios cambiaban con la velocidad de la moda y el relativismo "discepoliano" se iba imponiendo como religión práctica y cotidiana. Casi todo se desdramatizaba en la capital de un país que continuaba su desbocada carrera de progreso e ilusión, balanceándose entre gobiernos democráticos y autoritarios. Se puede aseverar que el período de entreguerras fue el que dio su carácter final a una Buenos Aires mítica compuesta de tango, cine y radio; diarios, revistas y libros; dancings, teatros y cabarets; luz, sensualidad y velocidad. Fue la época en que pasa de ciudad capital a metrópolis sudamericana iluminada por un fervor literario inédito que comienza a darle proyección universal.
De madre francesa y padre vienés, el Art Déco sale a la luz internacional con la Exposición de Artes Decorativas de París de 1925. Buenos Aires, como no podía ser de otra manera, lo capta precozmente. Sus orígenes aristocráticos se aburguesan y muy pronto se popularizan. A esto contribuye la captación mediática que hacen los Estados Unidos del estilo, al que fagocitaron Hollywood y sus films y Nueva York y sus rascacielos.
 
La Maternidad Sardá (Esteban de Luca 2151). 
El Art Déco se hizo muy familiar para el público argentino, al que estimulaba no sólo a través de los cines sino también en su hábitat cotidiano: departamentos, bancos, fábricas, cafés y restaurantes llevaban el sello zigzagueante de sus líneas. Era una alternativa primordial en la feria de estilos del academicismo. Su matriz decorativista, rectilínea y simplificadora de las formas le permitía adaptar casi cualquier arquitectura del pasado y su versatilidad intrínseca lo deja acoplarse fácilmente a las nuevas tecnologías, como el hormigón armado y la luz eléctrica. En Buenos Aires, el Art Déco alcanza un brillo y un espesor similar al del Art Nouveau. Es más bien cosmético y pocas veces genera estructuras espaciales originales. Su versatilidad le permite, en su vertiente clasicista, deshacerse de los órdenes y componer sobre la base de simetrías y proporciones reafirmadas por facetados, estrías y escalonados. En su vertiente goticista muestra un gran avance en la resolución de una nueva arquitectura para rascacielos cada vez más altos, que así pueden liberarse de recetas completamente historicistas, crecer en altura y estructurarse a través de haces de líneas y replanos, de manera telescópica.
Son pocos los cultores absolutamente fieles al estilo, entre ellos los arquitectos Alejandro Virasoro y Andrés Kalnay, que buscan explorar la innovación transformando la decoración en un nexo integrador de diseño y construcción. El primero fue un proyectista "afrancesado" y ejecutor desenfrenado de innumerables edificios de departamentos cuadriculados, con obras cumbre como el Banco El Hogar Argentino (Bartolomé Mitre 575), que despliega un espacio interior catedralicio, y la Casa del Teatro, ese reverberante zigurat de la avenida Santa Fe.
 
Edificio sobre la calle Perón 2622. 
El húngaro Kalnay, por su parte, practica una versión centroeuropea del estilo, ornamentada con objetos y personajes, para erigir casas como castillejos, cines como caleidoscopios o cantinas como pabellones de diversión; tal el caso de la Confitería Munich en Costanera Sur. Pero será su hermano Jorge, más dedicado a la sobriedad racionalista, quien construirá el "búnker" periodístico Art Déco del precoz zar mediático del período: la sede del diario Crítica, sobre la Avenida de Mayo, una puesta en escena con motivos decorativos americanistas para el "ciudadano-periodista-director" Natalio Botana. El Art Déco se instala en las clases medias, las mismas que poco antes elegían el Art Nouveau y ahora consumen el nuevo estilo retratado por el cine y las revistas. Prende entonces en los frentes de los edificios para casas y departamentos otorgando prestigio de "modernos" a los propietarios. Constituye la nueva cara de "casas chorizo", petits-hôtels, villas, chalets y edificios de renta que no abandonan sus matrices originales pero que se cubren de muchos recuadros, prismas y zigzags, con sus superficies siempre ejecutadas con el mágico símil piedra. En todos aparece un repertorio geológico, una densidad mineral y acentos fósiles dentro de un aura medieval y melancólica. Algunas construcciones adquieren características monumentales, como la mole de Perón 2622, realizada por el francés Roger Tiphaine, mezcla de esbelto paquebote con estilizado templo egipcio , con dos torres-chimeneas como amarres para dirigibles que bien podría estar junto al Central Park de Nueva York.
Un estilo para todos los gustos y todas las posibilidades, el Art Déco se impone también en la arquitectura institucional y pública. Prolifera en varios edificios de Diagonal Norte, donde las corporaciones lo utilizan según su ascendencia. De la veta francesa en "La Equitativa del Plata" que alojaba a la "Aéropostale" a la flemática variante británica en el edificio de la compañía Shell. También surge en la " City" con edificios como el Banco de la Provincia de Buenos Aires, donde revivifica el clasicismo insuflándole modernidad. Pero no sólo lo usa la "patronal" sino también los sindicatos; es el caso de las sedes de La Fraternidad o la Unión Ferroviaria.
 
La Facultad de Medicina de la UBA, en Paraguay 2155. 
En el ámbito oficial, tiñe escuelas en diversos barrios con variantes que reciclan motivos indigenistas pero también geometrías abstractas; salpica ministerios, oficinas públicas y hospitales, como el Ministerio de Obras Públicas y el de Hacienda o la Maternidad Sardá; estructura y adorna parquizaciones y urbanizaciones como las costaneras. Como no podía ser de otra manera, se cuela además en edificios comerciales e industriales. Desde los pequeños frentes de boutiques y sus vidrieras diurnas y nocturnas, pasando por los hoteles como el "decogótico" City o los garajes -establos de hormigón para autos-, hasta los mercados que tienen su apoteosis en el de Abasto. En una inédita síntesis greco-gótica, cuando se inauguró esta catedral abastecedora su apariencia era religiosa y su espacio interior, casi místico.
Si de majestad Art Déco se trata, también participa de ella la usina de la CATE en Puerto Nuevo. Proyectada por los belgas Derée y Robert Duicque, es un palacio de la electricidad, esa energía que posibilitaba la iluminación nocturna, una de las herramientas de diseño cruciales del estilo.
Más allá del protocolo y la oficialidad, de la informalidad y la domesticidad, el Art Déco señoreó sobre el esparcimiento y el entretenimiento. En especial sobre la legendaria noche porteña de tango y jazz, humo y champagne , con santuarios de peregrinación como el Tabaris, el Chantecler o el Armenonville, con interiores de sofisticada modernidad, a la manera de los transatlánticos.
Se abre entonces la edad dorada de los cines, esos "palacios de la ilusión" (ver recuadro) que invaden el centro de Buenos Aires y se esparcen por casi todos los distritos de la capital con el repertorio de fantasías en la pantalla pero también en los halls y en las salas. En 1929 se produce un crac finaciero mundial que pone fin a los "años locos" y al año siguiente un crac institucional nacional que cierra un período de progreso. Son tiempos de retorno al orden, de racionalidad y austeridad, una quimera que durará poco más de una década.
 
El Teatro Ópera (Av. Corrientes 860). 
El surgimiento del Art Déco coincide con la desenfrenada expansión del cine. El nuevo género inaugura una gran fantasía globalizada, una realidad paralela basada en la imagen en movimiento y con sonido que necesita de templos para consagrar el rito de los fieles espectadores. El nuevo estilo encaja perfectamente con la moderna fantasía al formar un matrimonio que se consagra en Hollywood con un interminable cortejo de duendes kitsch . En la Argentina, y particularmente en Buenos Aires, los cines fueron un "tercer hogar", el de la evasión. Y así como las escuelas fueron también palacios, algunos alcanzaron capacidades superiores a los 2000 espectadores. Los ejemplos más espléndidos se levantaron alrededor de 1930, justo cuando el cine pasa de mudo a sonoro.
El repertorio iconográfico fue muy amplio, con uso de motivos de culturas antiguas modernizados. El despliegue se realizó sobre fachadas, foyers y salas, todo realzado por efectos de iluminación y las posibilidades técnicas del hormigón armado o el aire acondicionado. Entre los tantísimos que hubo merecen destacarse el Suipacha, con relieves alegóricos sobre el cine; el Broadway, "déco-cubista" con un cuerpo de departamentos encima; el Capitol, que adscribía al "decollywood" californiano, el Monumental, construido en una variante "déco-azteca"; el Palais Royal, dentro de una elegante variante británica, y el Metropolitan, que prefiguraba la austeridad del racionalismo.
Pero el Art Déco se eleva a la altura de una superproducción multiestelar en el cine-teatro Ópera, construido en apenas ocho meses e inaugurado a todo trapo en 1936. Obra cumbre del gran arquitecto de los cines, el belga Albert Bourdon, fue la gema de la red de salas de Clemente Lococo, un verdadero "palacio de ensueño" que emulaba en fachada, foyer y sala al Cine Rex de París.
La imagen de la fachada evoca un palacio henchido, coronado por una tiara y engalanado con frisos brillantes como alhajas, y por debajo una inquietante marquesina. Este reluciente hall -con revestimientos abstractos, construcciones lumínicas y escaleras sobreactuadas- busca prologar las ensoñaciones de la sala, que cuenta con laterales tratados como variados paisajes arquitectónicos de estilo kitsch y consistencia escenográfica. El cielorraso que simula una gran vía láctea funciona como incitación a evadirse evocando el firmamento de las estrellas del cine. Estupendo ejemplo de Art Déco tardío, el eje París-Nueva York-Hollywood es la fórmula de referencia. Su exterior y los espacios principales participan de un juego formal y cromático muy efectista, al modo de un afiche tridimensional.
Estos efectos se potencian por el contrapunto que ofrece la sobria imagen del desafiante Gran Rex, inaugurado al año siguiente, que comparte con el Ópera el privilegio de ser las máximas reliquias arquitectónicas nacionales de la edad dorada del cine.

datos & pistas


  • Contexto. El período de entreguerras dio su carácter final a una Buenos Aires mítica. En ese momento de esplendor, la ciudad capital se convierte en metrópolis sudamericana, iluminada por un fervor literario inédito que comienza a darle proyección universal.
  • Furor. Retratado por el cine y las revistas, el Art Déco se instala en las clases medias con su matriz decorativista, rectilínea y simplificadora de las formas, que le permite adaptar casi cualquier arquitectura del pasado.
  • Versatilidad. Permeable a todos los gustos y posibilidades, así como a las nuevas tecnologías, el estilo no sólo se impone en los frentes de los edificios para casas, departamentos y petits-hôtels sino también en la arquitectura institucional y pública e incluso en la noche porteña, a través de los cines y teatros que invaden la ciudad.

martes, 12 de febrero de 2013

MINUJIN

Los viajes de una artista pop

A los ocho años se creía Van Gogh y a los doce se fue de su casa y se anotó en Bellas Artes. En los 60 experimentó con ácido lisérgico y mescalina. Hoy, a los 70 años, reivindica esa experiencia con la que, dice, expandió su conciencia. No falta ni un día a su taller y prepara una retrospectiva en Nueva York.

POR Eduardo Villar

"Casa Minujín” dice un antiguo cartel negro con letras doradas apoyado en el piso de una de las habitaciones del caserón donde ahora trabaja cada día Marta Minujín entre cientos de obras de arte, esculturas de yeso, de hierro o de bronce, colchones de colores flúo, un Citroen 3CV destartalado y cubierto de venecita, fotos, libros, pinturas, vidrios. En este caserón de San Cristóbal que ahora es su taller estaba el local de su abuelo ruso, que fabricaba y vendía uniformes. Aquí pasó Marta Minujín buena parte de su infancia, que ahora recuerda como penosa. “Nací en un mundo muy de locos –dice–, mi familia era medio loca. Mi padre esperaba que yo fuese varón y me peló hasta los cuatro años. Ya en la escuela era una rebelde brutal y supe en primero superior que quería ser artista plástica.”
¿Cómo lo supiste?
Lo supe. A los 8 años yo me creía Van Gogh. Entonces iba por el puerto y dibujaba cosas negras, terribles. A los doce me fui a vivir a la casa de mi prima y me anoté sola en Bellas Artes. Hice todas las carreras juntas: grabado, pintura, dibujo, escultura... Hice La Cárcova, la Pueyrredón y no me recibí de nada. Y me gané la beca a Francia a los 16. A esa edad, para emanciparme, me casé con mi actual marido, para lo cual falsifiqué mi edad, y me fui a París tres años. La infancia la recuerdo como algo horrible que no quiero ni recordar. Mi hermano se murió de leucemia y mi madre llevaba las cenizas por todos lados, mi papá era cazador y tenía ciervos embalsamados. Horrible. Recién fui feliz cuando me hice pop. Porque cuando era existencialista en París no era feliz. Leía El ser y la nada y me deshacía yo. Aunque París me abrió la cabeza. No lo podía creer. Y después me fui a Nueva York y tampoco lo podía creer.
Después de ser artista existencialista en París y artista pop en Nueva York –donde el año próximo hará una retrospectiva en el Museo del Barrio, con curaduría de Victoria Noorthoorn–, eligió en los 70 vivir y ser artista en Buenos Aires por razones que ya explicará en la charla. Por ahora, cuenta que no falta ni un día a su taller; que llega a las 12:30, se cambia y trabaja hasta las siete de la tarde: que si no lo hace, se siente mal; y que trabajó aun el día de la semana pasada en que se casó con el arte en una absurda, delirante ceremonia en el Malba, el día de su cumpleaños. Le pregunto
¿Cómo estuvo eso?
Genial. Fue divertido… por la repercusión que una persona se case con el arte, algo invisible, inimaginable. Me interesa que la gente piense que existen otras posibilidades en la vida, aunque uno esté en un rincón, tirado en el piso, y que puede vivir una vida mejor a través del arte, que en el fondo es parecido a una religión.
“Parecido a una religión” dice Minujín que es el arte y después de un breve silencio pasa a hablar de otra “religión”, cuando era hippie en Nueva York, “entre el 67 y el 72, más o menos” y desayunaba cada día con LSD.
Eras un poco hippie.
¡Hippy total…! Vivía en Central Park, después fui a San Francisco… Vivía enganchada en el ácido lisérgico, era una religión, viste, me levantaba y me tomaba 400 microgramos. Fueron 4 o 5 años.
¿Y podías trabajar?
Bueno, hacía los dibujos psicodélicos. Que son distintos porque son hechos por muchos, no tienen mucha identidad. El psicodélico no es un arte que esté tanto en los museos. Porque es un arte comunitario. Yo empezaba un dibujo y lo seguía otro. Yo agarraba el de otro… Eramos todos uno.
¿Y todos tomaban ácido?
Sí, vivíamos como en comunidad, éramos unos 14 o 15. Conocí a Timothy Leary, estuve en San Francisco con Allen Ginsberg… Todos tomábamos. ¡Todos! Pero era una re-li-gión. Era muy genial. Nadie compraba ropa… A mí me iba bien en todas las galerías de arte y era famosa por el Minuphone y el Minucode, pero nunca más fui a la calle 57 ni a las galerías, no soportaba lo formal. Vivíamos en Low East Side y había una tienda de ropa y una dejaba la ropa y se ponía otra… Y nadie era dueño de nada, nadie era dueño de casa, nadie tenía nada.
Pero era riesgoso, mucha de esa gente se reventó y se murió. O quedaron ciegos porque tomaron ácido lisérgico y se pusieron a mirar el sol. Otros se volvieron iuppies, que fue lo peor. Acido lisérgico de fin de semana. Tomaban ácido para divertirse.
¿Y ustedes?
Nosotros, los hippies del principio, los de Woodstock y la isla de White éramos hippies de verdad. Lo que vino después fue otra cosa… ¡Pero era fantástico! Por ejemplo me miraba la mano y veía la mano de una persona de cien años… A los 28 años me miraba al espejo y era una vieja de 90, me veía todas las arrugas, todo lo que te iba a pasar, todo.
Pero explicame bien, ¿cómo es, se altera la percepción?
La percepción es exageradamente fuerte. Se te abren todas las puertas. Entonces por ejemplo, te tomás un taxi, sentís la mala onda del taxi y te tenés que bajar porque no lo podés soportar. No podés soportar la vida… ¡No podés soportar la comida…! Pero en el Central Park la pasábamos bien… leíamos William Blake… Después de tres años de tomar ácido ya te acostumbrás, entonces tomabas el ácido, te ibas a Central Park, te subías a un árbol (aunque parezca increíble), charlabas con otros que eran igual que vos, no tenías contacto con la realidad, comías comida macrobiótica que la hacíamos nosotros mismos en frascos, y vivías ahí descalzo y leías William Blake, leías y te transportabas. Yo en Londres fui a ver la muestra de dibujos de William Blake y me metí adentro. Te metías adentro de las obras… De William Blake o del Renacimiento. Así era. Después llegué a la Argentina, hice el diario ese underground, Lo inadvertido, contagié a todo el mundo del hipismo ahí en el 68, 69, cuando surgió Almendra y todos esos, después me volví a Washington, seguí siendo hippy como hasta el 70 y pico. Post hippie: ya no tomaba ácido porque me asusté mucho. Mucho, mucho, mucho. Cuando dejé de tomar ácido el golpe fue brutal. Y después ya nadie te hacía caso porque llegabas tarde a todos lados, vivías en tu mundo… Entonces te cerraban las cuentas en los bancos, no pagabas, te echaban de los departamentos… Ya eras como vandálico y ya se empezó a acabar el hippismo, todos mis amigos se empezaron a morir, a Timothy Leary lo metieron preso…
Dirías que el ácido lisérgico es una droga intelectual…
Totalmente. Y además vos la tomás y lo que hacés es viajar cuatro horas. Y ese viaje es absolutamente maravilloso porque vos ves los colores… Por ejemplo estos colores con los que trabajo ahora creo que son resultado de lo que hice antes. Porque ya me quedó expandida la conciencia, no se me cerró.
Claro, tenés la memoria de eso…
No sé si la memoria.
No me refiero a la memoria intelectual, sino sensorial, una memoria de los sentidos.
No, yo creo que es la conciencia, se te expande la conciencia. Te mirás la mano y ves la mano de una persona de 100 años, 200 años, no sé, tres vidas.
Una lucidez muy fuerte...
Claro. Entonces por ahí te da miedo. Yo me acuerdo que una vez en San Francisco, había ido a dar una conferencia y me agarró pánico de los alumnos, pánico de Berkeley, de la universidad, de todo, que me pareció terriblemente straight . La gente formal me parecían policías todos. Entonces me tenía que ir y eso te margina muchísimo. Pero al mismo tiempo vivís una cosa inolvidable y para mí es extraordinario lo del ácido. Es maravilloso haberlo vivido. Fue peligroso porque andaba con la marihuana Acapulco gold y 200 pastillas de ácido lisérgico encima y entré en la Argentina cuando nadie sabía eso y los repartí por la calle Florida cuando hice “Importación/Exportación”. Porque yo creía firmemente que todo el mundo tenía que tener la conciencia expandida. Y de ahí salió la maravillosa música de los Rolling Stones y de Los Beatles, y ahí lo conocí a John Lennon y éramos todos iguales... Fue genial. Pero se pasó, ya pasó. Me quedó toda esta mezcla de colores flúo porque era como vivir en flúo. Yo ya no puedo, pero a mucha gente le haría bien abrir un poco los sentidos, “las puertas de la percepción”, como decía Aldous Huxley. Podría gozar mucho más de la vida. Porque vos mirás una flor y te metés en la flor. El tiempo es otro. Agarrás un libro y te metés en el libro, mirás un cuadro y te metés en el cuadro, mirás el cielo y estás en la Vía Láctea.
De aquella época del ácido, ¿tenés obra buena?
Sí, pero están vendidas... En el catálogo de la retrospectiva que hice en el Malba hay unos dibujos que hice en un viaje de ácido fabuloso... Pero no tienen valor estético, tiene valor testimonial e histórico. En el MoMA no vas a ver obras hechas bajo el efecto del ácido. No existen en la historia del arte. De artistas borrachos, sí. Picasso era borracho, Modigliani era borracho, todos borrachos...
En esa época ya estabas casada. ¿Tu marido, que es economista, te acompañó en eso?
No, ni sabía. Porque yo tengo la capacidad de ser muchas personas en una. Llegaba a mi casa y era con él de una manera, pero cuando me encontraba con los otros era de otra. Y vivíamos mucho tiempo separados porque él estaba en otros estados de Estados Unidos estudiando economía en Columbia, o en Colorado... Y cuando me hice hippie él ya había vuelto a la Argentina y yo me quedé allá. Y mi hijo ya había nacido y estaba acá con el padre.
¿Por qué volviste a la Argentina si te gusta tanto Nueva York?
Porque me inspira la Argentina. Si yo me hubiera quedado, hoy sería millonaria. En la Colección Lichtenstein hay 76 obras mías, y en la de Andy Warhol también. Pero si viviera allá, “El Partenón de libros” nunca lo hubiese hecho, ni “El Obelisco de pan dulce”. Estaría haciendo un arte sofisticado y sería de l’école americana.
¿Fue una elección tuya?
Sí, fue una elección. Ya me estaban transformando en una artista de la escuela norteamericana, con Nam June Paik y todo el arte tecnológico. Pero cuando llegué acá dije: con esta realidad tan obtusa y cerrada hay que acostar al Obelisco. Después hice las esculturas de las caras cortadas, frente a lo multifacético de esta sociedad en la que tenés que acostumbrarte a tener siete presidentes en una semana, el dólar que sube y baja... En Nueva York, estaría haciendo un arte súper sofisticado que no tiene nada que ver con la esencia argentina. Entonces prefiero ser argentina, quedarme acá y listo.
¿Pero valorás ese arte tan sofisticado de Nueva York?
Sí, es un arte fantástico, todo lo que hacen es extraordinario. Por eso hay gente que se quedó ahí. Además los artistas son muy valorados. Acá no... Acá yo soy valorada pero tipo payasesco...
No hay en la Argentina un artista tan popular como vos. ¿Cuánto de esa popularidad se debe a tu arte y cuánto a tu personaje? Porque no hay tanta gente interesada en el arte...
No, pero ahora está interesando más porque es la única manera de salvarse de la realidad terrible que vivimos. Y por eso lo de casarme con el arte fue tan importante. Porque muestra que todo es posible en el mundo del absurdo y de lo inmaterial. Vos podés estar en una cueva, siendo pobre, y con tu imaginación –si leyeses libros y no mirases toda la basura que hay en la televisión– estarías bien. Hay una posibilidad de sentirse bien a través del arte. Yo creo que la gente lo sabe. Por eso el otro día cuando me casé con el arte dije “ojalá mucha gente que gasta plata en Punta de Peste haciéndose casas de quince millones, hagan museos privados y muestren el arte de los argentinos. Los norteamericanos en la década del 50 les quisieron ganar a los franceses y se propusieron revalorizar a Pollock, a Rothko, a Barney Newman, y los revalorizaron y les ganaron... El mismo Andy Warhol vale más que un Van Gogh ahora. Eso lo hicieron los norteamericanos con una fuerza de conciencia nacional. Fue un plan nacional para ayudar al arte y convertirlo en una fuente de turismo. En todas las provincias debería haber museos para que la gente vea el arte de los argentinos y no que vaya a comprar arte afuera.
¿Muchos argentinos compran arte afuera?
Muy pocos. Habrá 15 o 16. Pero hay y lo tienen escondido. Lo compran en Art Basel y lo traen escondido. Y nadie sabe lo que tienen. Pero no compran arte argentino. Porque ¿yo cuántas obras tengo aquí en el taller? 650 o más...
Es que compran arte no como obra sino como una inversión, como si compraran bonos...
Claro, si comprás un Botero después lo vendés en cualquier lado.
¿Qué te parece arteBA?
Yo odio las ferias. Te hacen sentir mal mal porque hay mucha ansiedad por vender y los artistas se sienten mal si no venden. Es un espanto. Yo nunca pensé en vender. Hacía arte porque quería y si vendía, era un milagro...
¿Este dominio del mercado y esa ansiedad por vender condicionan la producción de los artistas? ¿Crean lo que pide el mercado?
Si son malos artistas, sí. Hay muchos escultores y pintores, pero hay pocos artistas. Artistas hay contados en el mundo. Jeff Koons no es un grande... Ni Damien Hirst, son fenómenos del mercado... No son Rauschemberg ni Picasso ni Dalí.
¿Qué hace que un pintor o un escultor sea artista?
¡Que sea auténtico...! Y que no se contagie con todas las corrientes que lo involucran. Y que no le haga caso a nadie. Yo abandoné los colchones porque no tenía taller en Nueva York. Y volví a los colchones, que es algo que inventé yo, y tuve la valentía de volverlos a hacer sin tener miedo de que digan que me repito. Muchos tienen miedo y piensan: “¡Ay, no, todos los años tengo que hacer algo nuevo!” Yo hace 47 años con “La Menesunda” hice obra site-specific, que ahora es lo último; fui la primera artista en el mundo que hizo arte con televisión con “Simultaneidad en simultaneidad”; todo eso se está revalorizando en el mundo como obras pioneras hechas en la Argentina. Pero todo eso fue posible en esa época gracias a que había grandes hombres, como Romero Brest, Julio Payró, Córdoba Iturburu, que pensaban y eran filósofos... No hay ahora grandes pensadores del arte; lo que hay son críticos a los que les pagan por escribir, ése es el drama. Pero no hay filosofía del arte. El mercado arruinó todo.
¿Cuándo empezó?
En la década del 60 en el mundo entero había pensadores sobre el arte. Pierre Restany, Lawrence Alloway... Cuando aparece el Pop rompre todas las estructuras. Pero sobre todo porque Estados Unidos quiere ganarles a los franceses, quiere haber sido impresionista, quiere haber sido fauvista, y no lo fue. Entonces con el action-painting ponen todo en sus artistas. Lo que habría que hacer aquí es poner todo en los artistas argentinos, sean buenos o malos... ¿Por qué Alan Faena gasta 100.000 dólares en traer artistas extranjeros? ¿Por qué financia tan pocos argentinos? Porque no cree que valga la pena pagar 30.000 dólares por una obra argentina. Por eso muchos artistas no tienen plata, trabajan de profesores... Hay muchos artistas buenísimos en la Argentina. No sé si son tan geniales como yo, porque tampoco el mundo puede producir tantos buenos artistas. En el Renacimiento estaban Leonardo y Miguel Angel y en los 400 años siguientes no pasó nada, eran todos rococó y barrocos. Hasta el impresionismo. Entonces la década del 60 hizo boom. Pasó en el rock, en la literatura, en el cine. Antonioni, Fellini, Godard, Truffaut... ¿Cómo vas a comprarlos con Stephen Spielberg que es puro tecnicismo? No podés, faltan ideas. La gente no cree en la abstracción ni en las ideas. Hace poco releí El arte de amar , de Erich Fromm, y leí Elogio del amor , de Alan Badiou. Badiou no le llega ni a los talones a Fromm. Tampoco hay ya grandes filósofos... Toda la libido quedó en Internet y en las comunicaciones, que fueron un cambio brutal...
¿En qué momento empezaste a hacer la artista que sos hoy?
En los 60, cuando agarré el colchón de mi cama y lo puse en una obra. Con el colchón, descubrí el arte blando y después el arte pop y después el arte conceptual. A raíz de ese colchón me liberé por completo de la pintura y del relieve. Necesitaba una forma blanda, entonces agarré mi colchón y lo clavé y desde entonces soy igual. Fue un golpe de genialidad.
¿En Nueva York te sentirías tan cómoda hoy como en los 60?
Los americanos eran muy abiertos en esa época. Ahora no estoy tan segura. En el MoMA me encontraba todos los días con amigos y nos divertíamos como locos. Ahora hay miles de personas, no hay un café donde sentarse, es muy desagradable. Ya es un shopping. Aunque esté Picasso. Con el Pompidou es lo mismo...
En el 63 destruiste toda tu obra en un happening. ¿Volverías a destruir hoy todas tus obras?
¡Sí!
¿Por qué?
¡Porque me gusta!